martes, 7 de junio de 2011

Robert Lustig: el enemigo #1 del azúcar

No importa si es en forma granulada o como aditivo en jugos, bebidas o galletas. Este reconocido médico estadounidense asegura que el azúcar es un "veneno" y principal responsable de la epidemia de obesidad en el mundo occidental. En cada presentación que realiza Robert Lustig se reúnen, en promedio, unas 200 personas. Todas llegan a escuchar cómo este estadounidense habla con fervor en contra de su principal enemigo, al cual no duda en calificar como "tóxico", "venenoso" o, incluso, "maligno". Una reacción similar se da en internet, donde un extenso video subido a YouTube hace dos años, y en el que Lustig describe en detalle el pernicioso perfil de su adversario, ya ha sido visto más de un millón de veces.

Se trata de un fenómeno muy particular, ya que no es un ferviente predicador que ataca las conductas perniciosas de la juventud ni un político ultraconservador que critica al sector liberal. Robert Lustig es un doctor especializado en desórdenes hormonales pediátricos y en obesidad infantil, además de integrar la Escuela de Medicina de la U. de California, en San Francisco, una de las mejores de EE.UU. ¿Su enemigo número uno? Un ingrediente presente a diario en la alimentación, tanto a la hora de servirnos un café como al comer un helado o consumir una bebida gaseosa normal: el azúcar.

Aunque el continuo aumento de los índices de la obesidad (afecta al 23% de los niños chilenos y dos de cada tres adultos muestran algún grado de sobrepeso) suele atribuirse al sedentarismo y a la ingesta excesiva de alimentos, para Lustig estas conductas son sólo consecuencias. Después de todo, plantea este doctor, antes de la explosión de la obesidad, a comienzos de los 80, la abundancia de alimentos era casi idéntica.

El problema real, dice, no son las calorías sino el aumento en el consumo de azúcar, un ingrediente que aumenta el almacenamiento de grasa en el cuerpo y, a la vez, hace que el cerebro siga creyendo que el cuerpo tiene hambre, generando un círculo vicioso. Y cuando habla de azúcar no se refiere sólo a la que habitualmente ingerimos en forma granulada (conocida como sucrosa), sino también al jarabe de maíz de alta fructosa, un edulcorante líquido que se utiliza en una amplia gama de productos, como mermeladas, galletas o cereales.

Las cifras que Lustig muestra en sus conferencias son claras: en los 70 -antes de que el jarabe de maíz de alta fructosa reemplazara al azúcar en muchos alimentos, debido a su menor costo-, el consumo de fructosa procedente de fuentes naturales, como vegetales y frutas era de apenas 225 gramos al año por persona en EE.UU. A mediados de esta década, esa cifra llegó a 25 kilos por persona. Según su análisis, la introducción del jarabe en la industria alimentaria a inicios de los 80 coincide con la propagación de la obesidad, un fenómeno ratificado en 2010 por la U. de Harvard, con un estudio global que indica que desde hace 30 años las tasas de obesidad se duplicaron, llegando a más de 500 millones de personas.

La postura de Lustig es categórica. En una reciente entrevista con la cadena estadounidense ABC, el periodista le preguntó si acaso no había nada bueno con el azúcar. Su respuesta fue lapidaria: "No existe absolutamente ninguna reacción en nuestro cuerpo que requiera de azúcar o de fructosa para realizar sus funciones básicas".

Cruzada frontal

Los estudios de Lustig comenzaron en los 90, cuando trabajaba con niños diagnosticados con obesidad hipotalámica, un desorden que suele surgir tras una cirugía de tumor cerebral. Debido a esta intervención, los menores generaban mayores niveles de insulina, hormona producida en el páncreas y encargada de transportar el azúcar en la sangre hacia las células y regular su conversión en grasa. Fue en ese momento cuando Lustig hace un descubrimiento que sería clave para su batalla: el alto nivel de insulina bloqueaba la acción de otra hormona, la leptina, encargada de informar de que ya se ha comido suficiente, generando la sensación de saciedad. Al administrarles una droga que detenía la acción de la insulina, los niños comieron menos, bajaron de peso y se volvieron espontáneamente más activos: dos comenzaron a levantar pesas, uno se volvió nadador competitivo y otro se integró a un equipo de básquetbol.

El doctor creyó que el mismo tratamiento podría funcionar con adultos obesos normales, y tuvo razón. Fue entonces cuando tuvo una visita que lo puso en el camino que siguió posteriormente: "Un niño de seis años y bajos recursos que pesaba 45 kilos (20 kilos es el peso normal para la edad) vino a mi oficina en 2003. Le pregunté a la madre qué bebía, su respuesta fue 3,7 litros de jugo al día. Le dije que la fruta es buena y el jugo es malo, ya que no tiene la fibra de la fruta, que limita la absorción del azúcar en el organismo. Así que le dije a la madre, que se acogía a un programa de alimentación estatal, que le diera a su hijo fruta y no jugo. Su respuesta fue: 'Entonces, ¿por qué el gobierno nos da este jugo?", cuenta Lustig a La Tercera.

El azúcar de mesa está compuesta en partes iguales por glucosa y fructosa, componente que es casi dos veces más dulce. El jarabe de alta fructosa, en tanto, está formado en 55% por fructosa y el resto por glucosa. Pero más que la fórmula de estos compuestos, el problema, según los análisis de Lustig, está en cómo se procesan en el cuerpo. Mientras la glucosa puede ser metabolizada por cualquier órgano - como los riñones, los músculos o el corazón-, el único que procesa la fructosa es el hígado.

Por eso, tanto el consumo de azúcar de mesa como el aditivo de jarabe en alimentos recargan de trabajo al hígado, especialmente si se ingieren en bebidas o jugos, ya que la fructosa llega al órgano de forma mucho más rápida. En pruebas con ratas se probó que si la fructosa llega al hígado con una cantidad y velocidad suficientes, este órgano la convierte casi en su totalidad en grasa, lo que a la larga induce resistencia a la insulina, un trastorno que se ha hecho cada vez más común en el país. Cuando las células se vuelven resistentes a esta hormona, el páncreas (que produce insulina) intenta regular los niveles de azúcar produciendo más y más de esta hormona, logrando que el organismo acumule más y más grasa. Pero también bloquea la acción de la leptina, lo que significa una permanente sensación de hambre.

A la vez, altos niveles de insulina elevan la presión sanguínea y reducen la cantidad de colesterol bueno presente en la sangre, lo que genera el llamado síndrome metabólico, una de las principales causas de la obesidad. Kimber Stanhope, investigadora del Departamento de Biociencias Moleculares de la U. de California, en Davis (EE.UU.), realizó un estudio de 10 semanas con 32 obesos adultos, algunos de los cuales consumieron bebidas con alto contenido de fructosa y otros bebieron líquidos con glucosa.

"La glucosa pasa por el hígado y entra a circular en el organismo sin problemas, mientras la fructosa lo sobrecarga y es convertida en grasa, lo cual, a su vez, eleva los triglicéridos en la sangre, el colesterol y el riesgo de males cardiovasculares. Esta grasa extra podría causar la resistencia a la insulina que vimos en los sujetos que bebieron fructosa", dijo la experta. Además, se estableció que la fructosa genera un almacenamiento de grasa que da al cuerpo una forma de pera -asociada a más riesgos de salud- y una adiposidad visceral, es decir, grasa acumulada dentro del estómago en lugar de ser subcutánea.

Hígado graso

El resultado de todo este proceso es también un hígado graso. Lo que, según Lustig, provoca en este órgano el mismo daño que el consumo excesivo de alcohol. "Es el mismo circuito. Se puede decir que la fructosa es alcohol, pero sin la euforia que lo caracteriza", dijo en una entrevista con la cadena australiana ABC. "Si nos deshiciéramos de las bebidas azucaradas sería un gran paso para resolver la epidemia de la obesidad", agrega a La Tercera. Una afirmación que Lustig no se cansa de repetir, que las empresas de bebidas de EE.UU. calificaron hace algunos años como "sin sentido", pero que ahora la comunidad científica y la industria alimentaria comienzan a tomar en serio.

Jean-Marc Schwarz, bioquímico de la U. de California, en San Francisco, y considerado como uno de los mejores expertos en su campo, explica a La Tercera :"La pelea con la industria alimentarias ha sido dura. Hace cinco años, las empresa refutaron cualquier dato crítico hacia los bebestibles. Pero ahora han expresado interés en encontrar algunas soluciones". Curiosamente, dice Marion Nestle -nutricionista de la U. de Nueva York- a New York Times ahora se está viviendo el circuito opuesto, ya que la sucrosa está reemplazando al jarabe debido a lo que han revelado los estudios.

¿Qué se puede hacer para limitar la acción del azúcar? Más allá de proyectos como el que hace unos días aprobó el Congreso chileno y que obliga el rotulado de alimentos con alto contenido de azúcar y sal, Lustig plantea erradicar de los hogares las bebidas azucaradas y hacer que los niños beban sólo agua y leche. También, consumir carbohidratos asociados con fibra, para limitar la absorción del azúcar. El médico va más allá: "Las tiendas deberían restringir la venta de bebidas a menores de edad sólo a ciertos horarios".

En Chile, estas medidas parecen ser cada vez más necesarias porque, tal como explica Evelyn Muñoz -nutricionista de la U. Andrés Bello-, cada vez que los chilenos ingieren un té, café o jugo están consumiendo entre dos y tres cucharadas de azúcar: "Esto no incluye lo que se consume a través de productos de pastelería o golosinas", agrega.

Para Lustig, una estrategia clave es el ejercicio. Y no porque permita reducir calorías. Según el médico, es ridículo pensar que se perderá peso con ejercicio, ya que, por ejemplo, se requieren tres horas arriba de una bicicleta para eliminar las calorías de una hamburguesa. El real aporte es que la actividad física acelera el ciclo del ácido cítrico, proceso metabólico que desintoxica al cuerpo de la fructosa, haciendo que los músculos sean más sensibles a la insulina y bajen los niveles de esta hormona en la sangre.

"Un ejemplo claro de lo pernicioso del azúcar es lo que ocurre en Japón. La dieta tradicional es muy rica en fibra y carece de fructosa. Pero la comida occidental entró en ese país y la obesidad infantil se duplicó en una década, mientras la adulta se mantuvo. ¿La razón? Los adultos siguen comiendo como siempre, mientras los niños lo hacen como en el mundo occidental", dice Lustig.

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